martes, 4 de noviembre de 2008

Puyelli Ariel



El ahorcado del desierto

Quienes conocen el desierto patagónico, dicen que no es así. Que no es desierto. O mejor dicho: que no está desierto.
Ellos aseguran que la mayoría de las personas que afirman que “en la meseta patagónica no hay nada más que viento y llanura”, no sabe mirar. Que esa zona del país es más misteriosa y mágica que la cordillera o la costa. Que basta con recorrer sus increíbles dimensiones para toparse, cuando uno menos lo espera, con una hondonada, un descenso abrupto en el camino o la vuelta de una loma en los que podrá descubrir un paisaje único, extraordinario.
Con las casas y las personas sucede lo mismo. A esos que no saben mirar, cuando van por la ruta a más de cien kilómetros por hora, las siluetas de la gente y las casas, se les escapan como la cola de un zorro en contramano. Los que no saben mirar no saben nada. Nada de nada.
Por eso tampoco creen lo que cuentan los paisanos y en muchas oportunidades arriesgan sus vidas al no hacer caso de sus prevenciones. Aunque a veces, convengamos, para poner en peligro la vida hay que conocer y creer en los cuentos que se cuentan por ahí. Porque en estos temas, el que no sabe, a veces se salva por ignorante.
¿Por conocer la historia del ahorcado es que Ramón Cuestas murió? Eso nunca se sabrá. Este tipo de respuestas pasan por la vida como las casas del costado de la ruta. Pasan y no se pueden agarrar ni siquiera con los ojos.
A Ramón se le paró la camioneta. Un pozo de la ruta le rompió el tren delantero y ahí quedó, en el medio del desierto, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Ramón se alegró, porque veinte kilómetros en el desierto patagónico equivalen a dos cuadras de cualquier ciudad. Miró el cielo. Limpio, casi como la tierra a su alrededor. Debían ser las cuatro de la tarde. Había tiempo más que suficiente para esperar que alguien lo arrimara hasta el pueblo. Si podía arrastrar la chata, mejor. No necesitó armarse de paciencia. Él era un hombre paciente. Vaya si son pacientes los paisanos.
“Hasta mañana no la podré arreglar”. Así de simple y terminante fue el dictamen del mecánico del único taller en el pueblito. “Qué macana”, dijo Ramón y miró hacia la calle. Los chicos, con sus guardapolvos blancos, demoraban la llegada a las casitas bajas. “Sí”, concluyó el mecánico y se limpió las manos con un trapo que parecía más que sucio.
A Ramón le dijeron que el bolichero alquilaba cuartos a los viajantes. Allí fue, arremolinado de viento ahora. Por la ruta pasaban veloces los autos, los camiones, otras chatas. Ramón ni miró. Con la vista baja llegó al boliche y arregló todo con el dueño. Diez pesos la noche. Quince con comida. “Quince, con comida”, dijo Ramón y se sentó junto a la ventana a esperar después de llamar desde el público a su mujer y avisarle que llegaría al día siguiente. “Capaz”, advirtió.
Como en cámara lenta empezaron a llegar los vecinos para compartir naipes, aperitivos y chismes. El bolichero se encargó de que lo integraran enseguida.
“Falta envido”, dijo Ramón. “Quiero treinta y uno”, dijo el otro. “Treinta y tres son mejores”, replicó y su compañero lo abrazó como si lo conociera de toda la vida. Risas, más barajas, cerveza, maníes de quién sabe cuándo y la hora que trajo la comida para él y los otros tres parroquianos, que se quedaron como escapándole al viento, que ahora zapateaba en el techo de chapas del boliche.
La sobremesa trajo el cigarro, el cigarro la caña, la caña el calor en la charla y la charla en la meseta, a la hora del cigarro y la caña, trae los cuentos.
Ramón sabe que los cuentos son eso: cuentos. Que no los tiene que creer. Pero la caña lo embota, el cigarro lo marea, la charla lo envuelve y el calor se le mete en la sangre. A lo mejor ya había escuchado la historia del ahorcado. A lo mejor no. Pero esa noche fue distinta: la escuchó y la creyó.
Creyó cuando le dijeron que ocurrió ahí mismo, en las piezas del fondo del boliche. Creyó cuando le pusieron nombre y apellido al muerto: Rufino Sánchez. Y creyó cuando le dieron un motivo. Pero la caña emborracha la razón y el motivo se fue chiflando con el viento que se colaba por las hendijas.
“Por ese pasillito, la anteúltima”, le dijo el bolichero entregándole la llave de la habitación. Ramón fue otra vez con la vista baja, como queriendo evitar la cara del viento malo, ése que le mete cosas raras a la caña cuando la caña anda de vueltas por las tripas, por las venas.
La habitación parecía un cajón de muertos, de tan angosta. Ramón se echó vestido sobre la cama. Dejó la luz prendida. No por miedo. Ramón no era un hombre de miedos. La dejó, nomás.
Él, de tan pocas palabras, ahora era un ventarrón de frases sueltas en la cabeza. Se las quiso sacar con la almohada, pero no había caso. Daba vueltas inútilmente en la cama de ese tal Rufino que silbaba afuera la canción del viento.
“¡Váyase, hombre!”, se escuchó gritar y entonces abrió los ojos. Ahí lo vio. Al pie de la cama, bien juntito contra la puerta. Prolijo, con sus bombachas limpitas y su camisa celeste como recién planchada. Rufino lo miraba pero no. Tenía los ojos como esos que no saben nada, que van a más de cien por la ruta y creen ver las casas y las personas pero no miran. Así estaba Rufino. A medio metro del suelo estaba.
Saltó de la cama en dirección al viento. Le dio un manotazo al muerto para que lo dejara salir, pero el hombre era pesado. No se movió. No importaba tampoco. Igual Ramón no hubiera llegado al viento.
Tuvo que entrar el chico de doce por la ventanita del baño y correrlo a Ramón para poder abrir la puerta. Esa mañana el viento no dijo nada. Tenía cola de paja.
Si Ramón no hubiera creído, a lo mejor se iba a dormir derechito, no pensaba y no abría los ojos.
Pero quién sabe.

de "Los cabellos de la Magdalena"

Regreso
Aire de nardos
la piel morena.
La Magdalena regresa
cántaro roto
lágrimas vacías.
Cabellos húmedos
en los hombros ligeros.
Su fe la ha salvado.
En la soledad de su corazón
otra vez llora
y no hay cabellos
que sequen lo irremediable.
La hembra sabe
que su amor
está condenado.

Primer amor

Más tarde
la espada de fuego
del ángel guardián
soltó una nubecita
de humo.
El ángel lloraba
la partida de Eva.
Su desconsuelo
fue eterno
desde entonces.

Si Dios hubiera sabido
que el ocio es la madre
de todos los vicios,
hubiera descubierto
el perdón original.
Pero nadie es perfecto.
ni siquiera Dios
buen conocedor
del ocio eterno.


Nací un martes 23 de julio de 1963. Según los chinos, soy gato de agua. Me apasionan ambos: los gatos y el agua. Los chinos… no sé. Vivo en la cordillera chubutense y no frente al mar. Y lejos de la China.
Escribo, fundamentalmente, cuentos y novelas destinados a chicos y adolescentes. Algunos cuentos para adultos; y poesía, lo mínimo posible. Hasta que no aprenda a escribir sin desgarrarme, el hedonismo propio de los leoninos intentará alejarme de ella.
Quise matar al periodista que fui durante más de quince años y fracasé. Quedó en un segundo plano, entonces lo ocupo en la difusión de los trabajos de la gente grande y el tipo se entretiene. El primer plano está ocupado por este que disfruta comunicándose con los chicos a través de la literatura. Me asusta la gente seria porque creo en la infancia –y en el juego- como motor de toda expresión artística. Soy sintético sólo cuando trabajo en mis libros, así que para más presentación, visiten mi página web: www.arielpuyelli.com.ar

Libros editados: demasiados, para la paciencia y generosidad de la Literatura.
Premios obtenidos (y cobrados): un conejo en el año 1976 y un secarropas Koinor en el año 1986.


Poetas que nombra: Jorge Spíndola, Ludmila La Manna, Julio José Leite, Analía Pizzi, Liliana Ancalao, Jorge Teillier, Silvina Ocampo, Walt Whitman, Sergio Pravaz, Liliana Campazzo, Jorge Curinao, Juan Carlos Moisés y la lista seguiría y seguiría…

1 comentario:

fefi.23 dijo...

hola ariel soy estefania la alumna de cecilia! espero que se acuerde de mi,le cuento que escribi un nuevo poema. me gutaria que usted la viera pero no tego su coreo electronico y no se como hacer. besos y saludos para usted y su mujer.! hasta pronto