lunes, 16 de noviembre de 2009

Ossés Héctor Raúl "Gato"









Tempo





Mi madre ya murió. Tosió dos veces y murió.
Yo creía que esta anciana asmática, que nunca levantó la voz, sería eterna.
Existía antes que yo, pero existía también antes que otros viejos que parecían inmortales. Ahora pienso en la ventaja que tuvo siempre sobre nosotros; porque ella sabía que viviría hasta unos segundos antes de la eternidad.
Mi madre vivió si apuro, sin urgencias. Yo soy el único hijo sobreviviente. Mis hermanos mayores se cansaron de la perennidad y fallecieron maldiciendo el desatino generacional que los condenó a envejecer antes que la madre que los parió.

El árbol que ella plantó siendo una vieja, se secó. Las vacas, y otros animales con que pobló el latifundio, si bien se reprodujeron al principio, con el tiempo mutaron hasta degenerarse y convertirse en híbridos irreconocibles y estériles, incapaces de seguir la cadena genética.
El funeral de mi madre será un cortejo de bisnietos viejos y de sobrinos viejos. Los demás parientes ya no existen.

Y aquí estoy yo, único sobreviviente del linaje de una vieja empecinada en no morir; de una mujer contumaz, reincidente en décadas, en porfía permanente contra el calendario. Todavía está en el aire el barrilete que ella remontó ya ni sé cuando. Ahora caerá. El hilo se cortó. Sin embargo todavía hay un espacio físico, un agujero en la cocina. Todavía hay una vibración, una onda corta que permanece encendida. Aún perdura la indecisión en los espejos, se demoran un instante, como si estuvieran esperando otra figura, otro cuerpo.

Ahora que murió se desentumecerán los vegetales, la sangre de los mamíferos se recalentará y volverán los mosquitos, habrá bosta caliente en los potreros, hormigas, cucarachas y mariposas. En el preciso instante en que moría volvieron las golondrinas. Se habían ido el día que ella nació.

Cuando murió, el mundo dio un bostezo y se estiró cuan largo era, se puso de pie; un golpe de agua inundó las acequias de la huerta y arrastró hojas y pájaros muertos en un destape incontenible de agua turbia y remolinos.
Me pregunto que haré con las polleras, los collares y pulseras, las cremas, el pintalabios interminable, la palangana enlozada y todos los utensilios y abalorios que acumuló a lo largo de su existencia desmedida.
¿Qué hacer con el ropero que tiene, todavía, colgados los trajes de mi padre? Y están las cartas y postales y las fotografías de personas borrosas que ya nadie puede identificar ni explicar por qué razón estarían alegres o circunspectos. Ya nadie nos podrá decir algo de estos bebés sostenidos de la cintura por manos anónimas sobre mesitas decoradas con carpetas tejidas al crochet.
Miro estas cuatro muchachas disfrazadas para carnaval y nadie me responderá si alguna de ellas era mi madre cuando joven. Nosotros no la conocimos de joven. Todas estas fotos sin alguien que las explique, son pura basura.
Esta casa, sin la presencia de la difunta, está empezando a convertirse en basura.

Nosotros desapareceremos, seremos una mención en el catastro, apenas una cita en la crónica de este pueblo, un apellido viejo y un viejo solitario sentado junto a la ventana viendo pasar un mundo incomprensible, veloz, lleno de furia creativa, de constructores que ponen ladrillo sobre ladrillo y levantan edificios alrededor de esta casa decrépita, averiada de solo estar.

Me pregunto cuánto será de grande la energía. Cuán poderoso sería el arco que disparó mi flecha. El espermatozoide que fecundó ese óvulo. La mano que arrojó esta piedra. Me pregunto cuántas piedras habrá en la lona sobre la cual la muerte está jugando mi destino a la payana. Si no son infinitas.
Siento el temor de ser eterno.



Acerca de la nave de la tarde ninguno dijo nada. Tampoco de la choza que ardía en la llanura. Ni del caballo loco. Ni de la hacienda flaca que moría de pie lamiendo los alambres por la madrugada, tratando de beber la humedad ulterior a la helada nocturna, antes de que salga el sol y el calor la evapore.
Ni de los cimarrones que carneaban a campo más cerca del lobo que del perro. Nadie habló del chimango que abundaba en el aire como piojo emplumado. Ni de las moscas convertidas de pronto en negrura de nube.
Nadie decía nada.

Como si en una sartén gigante hicieran maíz frito ciento cincuenta mil demonios, crepitaba la tierra del fondo de la laguna seca. Escamas. Sólo escamas. Y la tierra blanca se volvía polvo que se iba por el aire hasta el mar furioso, verde, verde de rabia verde.
El viejo estaba sólo en su catre de tientos como un espantapájaros derribado por el viento. Alguien gritó. Algo gritó.
La grasa de los cueros se había derretido. Hasta el olor había desaparecido. Y pronto llegaría la hora del calor: un sol blanco, a plomo, incrustaría en los campos su clavo incandescente, una pica de luz, una vela encendida con la base en el cielo y el fuego en la tierra. Pero en la memoria del viejo, llovería. Llovería en el patio del recuerdo del viejo. Y otra vez se prometería -el viejo- dejarse llover encima del cuerpo desnudo derrumbado en el patio de baldosas rojas como una equis de carne. Espantapájaros corriendo junto al mar, paralelo al horizonte. Espantajo que goza. Cae la lluvia y él rompe en su carrera lo vertical de la gota millonaria, perfora la cortina, interrumpe. Agua de un tema de Alejandro Santos, notas como de agua, piano, voces de niños, rondas.

Salieron a explorar y vieron una nave en el exacto filo del horizonte navegando hasta perderse en la bruma de las reverberaciones, dislocada, descompuesta y vuelta a armar hasta desaparecer.

Ya no habría más lluvia ni agua en toda la tierra. Ni ríos, ni arroyos, ni estalactitas, ventisqueros ni glaciares, lagos lagunas esteros aljibes lágrimas ni fuentes. Esto era el principio, el principio del fin. Todo lo que se dijo se cumplía.

Enterraron al viejo luego de armarlo en el fondo de la fosa como a un rompecabezas. Y prepararon cuatro fosas y se acostaron, también.



fin

www.gato-osses.com
Héctor Ossés:

El “Gato” Ossés nació en Perito Moreno, en 1945; es hijo de Marcial Ossés, de Chubut, y Carlina Ruiz, santacruceña. Vivió en el campo los primeros años de su vida. En su libro “La Mujer Bruja” incluyó dos relatos en memoria de dos lugares principales: Cañadón Verde y Bajo Caracoles.
Cañadón Verde, hoy Paso Robillos, es el lugar adonde llegaron los pioneros. Allí poblaron los abuelos. Dice en un poema: “Venían mis abuelos de Las Lajas. Otros de Chile, España o Buenos Aires/ no importa de qué parte/ eran fundadores/ y no hablo de los latifundios que sólo nos dejaron el alambre”.
Ossés se cuenta a sí mismo en la letra de sus canciones. En la polka para Doña Elcira, escrita en homenaje a su tía, narra el viaje familiar desde Las Lajas, Neuquén, a Cañadón Verde. Comparte con su oyente el festejo de la noche de San Juan y presenta a su padre acordeonista.
Ossés se cuenta a sí mismo en Petrolero que va, y en Avutarda narra su preocupación ambiental, cuando nadie lo hacía, por las aves que confundían las piletas de petróleo con lagos de agua transparente.

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