viernes, 27 de noviembre de 2009
Canobra Pablo
Fragmento de la novela aún inédita "La Bahía y las almas"
II- EL INICIO DEL TORMENTO
[…] el duende no llega si no ve posibilidad de
muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no
tiene seguridad que ha de mecer esas ramas que todos
llevamos, que no tienen, que no tendrán consuelo.
Juego y teoría del duende, Federico García Lorca
Los altos álamos de la casa se cargaban de sonidos, que decantaban en
continuas melodías de viento. Mientras, los tamariscos lindantes se mecían
rítmicamente, produciendo secuencias como de bramidos, ante la intensidad
del repetitivo accionar y despegar de movimientos.
Dentro de la vivienda, el despertador hizo sonar sus campanas metálicas
una y otra vez. El brazo cansado de Bernarda intentó apagar ese sonido estridente
y desagradable. Pero solamente logró hacer que cayera al suelo, sobre
el piso ahuecado de madera. Luego, lo tomó y bajó la perilla que accionaba
la alarma. Y, en tan sólo unos minutos estaba en la cocina, con tres de sus
pequeñuelos hijos bien peinados, a un costado y con abundante gomina; ya
sentados a la mesa, en espera del desayuno matinal. Asimismo, sabía que
faltaba uno. Pero, disimuló un rato mostrando indiferencia hacía los demás.
Tomó la pava y comenzó a servir el agua hirviendo en las tazas de cada uno.
Luego, les acercó una fuente repleta de pan recién horneado. Y dirigiendo la
mirada hacía Alexei, le dijo:
−¡Hijo anda a llamar de vuelta al perezoso! −ya va a ser la hora en que
deben salir rumbo a la iglesia. El padre me recordó que los necesita temprano
para que se preparen de monaguillos ¡Qué se levante en minutos ese holgazán,
o voy a buscarlo!
No tardó en llegar la respuesta:
−No hay caso mamá. No se levanta…
Bernarda, fue y trajo consigo una jarra con abundante agua fría que había
retirado con antelación del aljibe. Seguidamente, caminó hacia la habitación
lentamente sosteniendo el pesado recipiente. Al rato, se escuchó un pronunciado
grito. El descanso y el sueño de Teodoro, habían concluido abruptamente.
Aun no había una señal permanente en el territorio de Santa Cruz. La radio,
trasmitía en una edición experimental y en directo desde Rio Gallegos.
−¡Señores y señoras! ¡Familias del territorio! ¡Llegamos a las 00:00 horas!
−¡¡Feliz Navidad 1960 para todos!!
Las copas de los integrantes de la familia comenzaron a sonar, al impactar
una con otra. Había llegado la hora del esperado brindis de noche buena. Una
alegría tremenda, inundaba y conmovía a todos los que estaban allí presentes.
No alcanzaron a pasar muchos minutos, cuando Teodoro ya tenía su campera
de cuero puesta y abrochada. Listo para salir al encuentro con sus amigos.
−¡Hasta mañana para todos! −¡Voy a saludar a los muchachos! −dijo,
ansioso y contento.
−¡Pórtate bien! −le advirtió su madre, sería y frunciendo el entrecejo.
−¡Sí vieja! −quédate tranquila −respondió Teodoro−.
Salió con gran entusiasmo. Recordando, que ha último momento habían
acordado encontrase afuera de la Española, y rumbo allí se dirigió. Mientras
comenzaba a caer una leve llovizna, que mojaba sutilmente las veredas esporádicas,
por las que caminaba.
Al llegar, se encontró con sus amigos Carlos y Amilcar, que lo esperaban
debajo del faro esquinero. Fatiga, aun no estaba allí. Estuvieron un rato charlando,
pero todavía era muy temprano y la lluvia se estaba haciendo un poco
más continua y tediosa. Así que resolvieron pasar un momento al bar Pretor,
que les quedaba cerca y además era un lugar tranquilo donde se atendía bien
a la gente joven.
Caminaron juntos por las calles en dirección al bar, bien cerca cada uno
del otro. Todos con la cabeza gacha como queriendo esquivar, el chisporrotear
de las gotas precitándose sobre sus rostros jóvenes. Las que parecían chispas
encendidas de fuego, por el reflejo continuo de las luces callejeras.
Una vez allí, saludaron a la dueña y prontamente ocuparon un lugar en la
esquina de la barra. Seguidamente, estando por fin distendidos y contentos,
bromeaban entre ellos.
−¿Nos sirve una vuelta doña Mirta? −¡Pago yo! −dijo Teodoro−.
La mujer que era muy amable y bien parecida, aunque sólo algo madura;
contaba con una silueta muy voluptuosa. La cual solía exhibir de frente al
mostrador cuando apoyaba sus grandes pechos sobre el mismo. Que podían
observarse en toda su separación por el marcado escote, que se dejaba apreciar
a través del tul escarlata. Reposando en toda su inmensidad ambos, sobre el
rígido tablón de madera.
Los parroquianos que bajaban de las campañas de esquila, solían quedar
atontados y despavoridos observando aquella bella estampa de mujer. Y sin
retirar, ni desviar su mirada del voluptuoso escenario, pedían respetuosamente
una y otra vez continuas copas. En su afán de que los minutos no trascurran
exiguos, y puedan demorar su retirada del precario pero excitante lugar.
−Atilio está cada día más “bizcocho” desde que comenzó a ir al bar −solía
decir Fatiga, burlándose de uno de sus amigos que era estrábico .
Al cabo de unos segundos, la mujer trajo tres botellas de cerveza que
sacó de la heladera amarillenta. Luego, tomó el abridor y destapó una por una.
Escuchándose seguidamente el característico: “chisss” al liberarse el gas de
cada una de ellas.
El gato negro de la dueña, que se encontraba acurrucado detrás del
mostrador, bajó a la segunda estantería donde faltaban algunos envases de
vidrio; mientras miraba expectante, ronroneando y entrecerrando sus ojos
en intervalos pausados para lograr dormir un poco más, y despertar con la
escucha de algún ruido extraño que le incomodara, perturbándole sus breves
y continúas siestas.
En un momento se escuchó el abrir crujiente de la puerta de calle, y
dos clientes nuevos ingresaron al recinto. Saludaron a la dueña por la nueva
Navidad 1960. Y uno de éstos dirigió una enérgica mirada despectiva; direccionada
hacia el grupo de jóvenes que se encontraban cercanos a la barra
del mostrador. Era el cabo de Policía Juan Bermejo. Un hombre sigiloso en
el cumplimiento de su función policial, pero, habitual tomador excesivo de
alcohol de bajo costo. En ocasiones, cuando éste solía llenar su garganta un
poco más de cuentas, tenía la costumbre de demostrar y validar su autoridad.
Además, también se decía que cuando los parroquianos dejaban de invitarle
copas, comenzaban las amenazas e intimidaciones hacia un posible arresto.
Esa noche Bermejo, y su amigo Luís llegaron al boliche de Mirta como solía
ser habitual los fines de semana, a tomar unas cuantas vueltas, fumar varios
cigarrillos, hablar del tiempo, de algún vecino escandaloso, y otras tonterías.
−¡Dos oportos, doña Mirta! −dijo Luís a la mujer, en voz alta.
−¡Enseguida muchachos! −respondió Mirta.
La atmósfera comenzaba a cargarse de miradas desafiantes. La luz azul
de la pared se reflejaba celeste, descansando sobre una gran nube de cigarros
y vapores de alcohol.
Carlos sacó de su bolsillo una armónica y se la dio a Teodoro. Éste la
tomó, y comenzó a tocar algunos fragmentos de melodías conocidas: “El día
que me quieras, la rosa que engalana…”. Las notas musicales de la canción de
Gardel se escuchaban, bastante armoniosas en el recinto sombrío y cargado
de humedad.
−¡El músico se ganó una cerveza! −dijo la mujer, sonriente. Mientras, sus
amigos y Luís lo aplaudían. Teodoro había comenzado a ganar un poco de
popularidad en esos momentos, entre los allí presentes.
−¡Esta se la dedico usted, doña! −exclamó Teodoro−. “Palomita blanca
que…”
−¡¡Buen repertorio nene!! −replicó la dueña del bar, algo ruborizada.
Hasta que de repente; se escuchó el timbre grave de otra voz que provenía
de las mesas algo alejadas:
−Muy lindo el repertorio, doña, pero el horario de protección al menor
era hasta las 22. ¡Los nenes no deben caminar donde andan los mayores!
¡Los pendejos al levantarse de la silla, no tardan en dejarla orinada! −afirmó
Bermejo−.
−¡Y a usted milico quién lo invitó a la fiesta! ¡Seguro que ni para tocar la
flauta sirve! −respondió Teodoro–. Mientras sus amigos le susurraban al oído
“no le hagas caso que te va a pegar, es un tipo grande”.
−¡Acá no quiero riñas! Es noche buena… ¡Déjense de embromar! −dijo
Mirta, con marcado enojo tratando de evitar el posible enfrentamiento.
−¡Vení gallito, vamos para fuera! A ver si sabes cacarear... −Insinuó Bermejo.
Ambos salieron fuera del local, pareciendo eminente la confrontación. Se
apartaron unos metros del local y Bermejo le preguntó:
−¿Qué es lo que te pasa, nene? ¿Querés que te limpie los mocos?
Bermejo tiró una bofetada al rostro de Teodoro, la que éste esquivó sin
complicaciones. La lentitud del movimiento del cabo, era propiciada por la
ingesta avanzada. Seguidamente, el joven de veinte años respondió con otra
bofetada. Pero ésta fue certera, sumando también la acción de una patada que
hizo que el contrincante caiga súbitamente desplomado al suelo.
−¡¡Mi pierna!! ¡Mi pierna! −gritó Bermejo.
Salieron los clientes rápidamente del bar, aunque inútilmente. Ya que la
pelea había terminado. Bermejo ahora tenía una pierna rota y Teodoro intentaba
ayudarlo a levantar. Pero el cabo no podía incorporarse.
−¡¡Qué hiciste!! −le reclamaban sus amigos. La que se te va a venir. Dicen
que éste es uno de los preferidos del comisario. Cuentan que le hace los asados
en verano, y que a veces suelen tomar juntos.
Teodoro miraba atónito la escena, no sabía el modo de reaccionar. Habían
comenzado a salir parroquianos de otro bar cercano, llegando al lugar para
informarse lo que acontecía en ese momento: “un suboficial de policía con una
pierna fracturada por un extranjero”. La indignación comenzaba a reinar en el
lugar. Un tal Riveros, no tardó en salir corriendo hacia la comisaría, a fin de
dar cuenta de lo ocurrido.
Llegó al lugar desesperado evidenciando gran agitación y exaltación, al
tiempo que gritó al suboficial de guardia:
−¡Agente! ¡Su compañero Bermejo esta tirado en la calle moribundo! ¡Un
chileno lo golpeó para matarlo! ¡Esta agonizando fuera del bar Pretor!
Estas frases parecieron descontrolar a toda la guardia, que al momento de
escuchar la denuncia, comenzaron a chocarse unos con otros de la constante
desesperación por encontrar su equipamiento para intervenir y reprimir el
desacato.
Del bar Sporman llegó José, un muchacho que justamente se encontraba
allí con su camioneta, a fin de tratar de ayudar al lesionado.
Teodoro junto a José y Amilcar, colocaron una frazada en la caja del rodado.
Luego tomaron a Bermejo y lo acomodaron en su interior, para llevarlo
rápidamente al hospital del pueblo.
−¡Ya, está compañero! Ahora vamos para el hospital. Discúlpeme que se
me fue la mano, pero usted estaba muy cargante conmigo −decía Teodoro, con
la voz apabullada y temblorosa por lo sucedido.
En esos instantes se escuchó el motor de un auto que se acercaba a gran
velocidad y en contramano. Asimismo, por la esquina contraría al bar sonaban
las herraduras de dos caballos, en los que se veía a dos jinetes uniformados
que dejaban caer ambos, su brazo derecho a un costado, en el cual sostenían
una fusta trenzada.
La camioneta, en esos momentos ya había salido rumbo al hospital. Teodoro
quedó parado en esa esquina cerca de un poste de telégrafo. La luna, en
cuarto menguante, alumbraba débilmente su silueta, que a la vez proyectaba
su sombra hacia la bocacalle y la agrietada vereda.
−¡¡Alto carajo!! −gritó Espínela, el robusto sargento de sienes plateadas,
mirada sombría e implacable y gruesos bigotes enmarañados.
Teodoro no atinó a hacer ningún movimiento, sólo permanecía parado en
aquella esquina, estático y con un miedo extenuante que adormecía su alma.
−¡Quédate quieto atorrante! Se escuchó reverberado el grito fuerte y grave
del jinete, al tiempo que a dos metros de él clavó los frenos abruptamente el
auto policial.
La fusta del sargento castigo la espalda de Teodoro, rasgándole la campera
en un estruendo de dolor y pánico. El otro jinete apoyó su bota en el hombro
de éste y, luego lo pateó con tal intensidad, que logró hacerlo caer al suelo, a
fin de reprimirlo.
Teodoro quedo así tendido sobre la calle empedrada. Espínela, en ese momento
bajó de un salto de su caballo tobiano. Tomó las esposas y se las colocó
rápidamente torciéndole el brazo derecho hacía atrás.
−¡Ya vas a ver lo que te espera pendejo de mierda! ¡Vas a aprender a respetar
a la autoridad!
De esta manera, lo detuvieron el cabo primero Vito y él sargento Espínela,
para luego tomarlo bruscamente del hombro y de las esposas. Mientras tanto
el auto mantenía una cúpula alargada abierta, lista a la espera de introducir en
su interior al infortunado trasgresor.
−¡Vas a llegar a llamar a gritos a tu madre, sinvergüenza! −Él sargento
estaba enfurecido y hasta a sus mismos compañeros les resultaba extraño verlo
tan repleto de cólera hacia el detenido. Pero, al mismo tiempo, no atinaban a
decirle nada, ya que conocían muy bien el carácter agresivo e impulsivo de
éste. Los días en que trabajaba, Espínela no tomaba una gota de alcohol, y
esto hacía que estuviera más irritable todavía, en la medida en que se debatía
soportando la abstinencia que lo invadía. Todos sabían que los fines de semana,
feriados o francos eran destinados casi siempre para embriagarse por
completo. Pero, cuando debía cumplir con su deber de uniformado lo hacía
correctamente, privándose de todo goce.
Al llegar a la comisaría Espínela entró al detenido. Con un brazo agarraba
sus cabellos y con el otro lo tomaba de las esposas plateadas, desde donde
ejercía fuerza hacia delante, una y otra vez para empujarlo, a la vez que un
compañero se sumaba al castigo del detenido.
El cabo cuarto abrió las puertas del calabozo evidenciando un temblequeo
pronunciado, al no dar rápidamente con la llave exacta, hasta que por fin logró
abrir la reja y la gruesa puerta de madera crujiente. Y, de un sólo envión el
detenido fue a parar de narices al suelo húmedo y frío del precario calabozo.
Espínela agitado, le pidió seguidamente un amargo al cuarto. Tomo aire.
Le hizo una seña a Vito, el subalterno compinche. Y éste tomó enérgicamente
el garrote reglamentario, y ambos ingresaron furtivamente al calabozo. Asimismo,
el cuarto había vuelto a su puesto junto a la pava. Se sirvió un mate,
y notó que su pulso continuaba tembloroso; mientras escuchaba los alaridos
que venían del calabozo principal “espero que a éstos no se les vaya la mano
con el pibe” −dijo para sí mismo, mientras parpadeaba.
En unos minutos Espínela y el agente, salieron del calabozo acomodándose
la ropa.
−¡Ya está! −dijo satisfecho él sargento–. ¡Hacé unos amargos vos! ¡Qué
livianita pasaste la noche! −replicó dirigiéndose al cuarto, y sonriendo al
mismo tiempo.
−¿Llamamos al médico? −respondió el subalterno.
−¡Espérate un rato! −fue la respuesta seca y convincente del sargento.
−¡La pava está chillando! −interrumpió el agente Juan-
−¡Voy con los amargos! −replicó el cuarto.
La golpiza que le propinaron a Teodoro esa noche, fue tan dura; que notaron
que era imprescindible llamar al facultativo. Estaban preocupados por el
estado del detenido, más bien temían sólo a que éste se les fuera a morir justo
en el calabozo, dado que el detenido no reaccionaba y las horas pasaban sin
indicios de que despertara.
−¡Llamálo Cirilio! No sea que se nos ponga fiambre, y después tengamos
que pagar por bueno a éste infeliz −agregó el oficial.
Al cabo de dos horas apareció el médico. Era un hombre joven que recientemente
había obtenido su matrícula. Así, los uniformados comenzaron
inmediatamente a contarle lo que había ocurrido.
−Este bribón y delincuente golpeó a nuestro camarada casi hasta la
muerte. Además se resistió al arresto, queriendo hacer lo mismo con nosotros
cuando estábamos en plena detención −denunció el subcomisario.
−Sucedió que ante tamaño desacato y violencia, mí personal se vio
obligado a responder de igual modo; para contenerlo y arrestarlo −agregó el
comisario, apacible y con total convicción.
Asimismo, el médico ya había atendido a Bermejo, y había tomado conocimiento
e intervención con respecto a sus heridas. Ahora, solamente le faltaba
revisar al detenido y, así fue que se dirigió a la comisaría, que era donde se
encontraba.
−¡Buen día! −Saludó el clínico al ingresar al calabozo, dirigiéndose a la
silueta que se veía recostada en una esquina del cuarto oscuro.
Pero, no recibió respuesta alguna del detenido. Entonces solicitó a los
suboficiales que encendieran la luz del recinto, dado que no se podía ver con
claridad.
Al encender ésta, el facultativo pudo darse cuenta del estado en el que
estaba el detenido, el cual era deplorable. (...)
Pablo Daniel Canobra nació en la localidad
de Puerto San Julián, Santa Cruz,
Argentina. Es licenciado en Ciencias
Sociales y Humanidades, profesor Nacional
de Arte con Orientación en Música,
Especialista Superior, bibliotecario y posee
distintos postgrados de instituciones
prestigiosas de nuestro país. Actualmente se
desempeña en la docencia como maestro
especial.
Dos obras preceden el presente libro:
Amanecer Patagonia (2005) y Alcohol y
Cultura (2008).
DANIEL CANOBRA
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