martes, 10 de febrero de 2009

Eckhardt Marcelo



Antígona gaucha.


Y la muerte afuera y sobre todo.
Leopoldo Marechal. Antígona Vélez.


7
Un sol feérico cae vertical sobre los filos de Puerto Pirámides. El agobio seco, calizo y chato contrasta, plano, con el verde jade, frío y translúcido, pleno del mar. Junto a la barda ardida de luz blanca y de viento amargo, se recuesta un olvidado motor-home, sin ruedas, sostenido en tacos de madera cruda, como si le hubiesen arrancado sus piezas vitales furiosa o amablemente. Una de las cuencas vacías donde los faros habrán fatigado rutas, huellas o atajos, sumaba arena, palitos e ínfimos remolinos con tres pelotitas de telgopor. La canalla rectangular, casi empotrada en la falda de la meseta, jalona entre los ángulos de herrumbre y yodo, una bandera argentina, como si la percudida flama celeste y blanca, casi siempre tersa por las brisas circulares, la redimiera de la desidia o del dolo.
Todo parece desolado en el motor-home pero suena algo de música. Se escucha rock nacional, algo, leve, de Sumo. Suben los susurros de dos jóvenes "conchetas", mundanas, cosmopolitas, porteñas muchachas que no están adentro de la casilla semiderruida pues suenan, si, en la canción, ahora sí, del inicio de "la rubia tarada" de Luca Prodan, el europeo más argentino de los italianos nómades. Rebotan las voces sonsas de las chicas argentinas más europeas de los descendientes italianos; percuten contra la puerta que, justo cuando la canción estalla, se abre y salen dos jóvenes fornidos en bermudas caqui y remeras blancas con estampas patagónicas, uno detrás del otro, como si fueran jugadores de fútbol o delincuentes procesados. Calzan ojotas celestes, marca Bambino Veira, muy gastadas. Uno de los chicos gruesos, muy parecido al actor ascendente Alfredo Casero, tiene estampado tres pingüinos en su remera o chomba o polera o sudadera. El otro joven, muy parecido al chico saludable que actuaba en el sketch "los insoportables" de Videomatch, tiene una remera que dice: "amo a la Patagonia". Se proyecta la sombra fuerte sobre la carcaza, de un chico o chica o enano o enana o viejo o vieja o coro, como si se estuviera escuchando algo indefinido o preciso.
Ambos muchachos generosos en carnes, parecidos a dos actores muy populares por el efecto de la televisión, caminan adustos por la superficie de las rocas de Puerto Pirámides, duras como la luna. Serios pero no iracundos. Serenos aunque decididos. Así caminan. Desdeñosos van hacia la base de portland de lo que fue el barco hotel, consumido por el fuego doloso, una funesta noche ya zumo en el horror popular.
Los dos jóvenes gruesos, cómodos en sus bermudas caqui, avanzan mansos con sus ojotas celeste lavandina, pero llevan en sus manos derechas, junto a sus piernas, cada uno, dos revólveres, plateados, fulgurantes, con cachas de nácar. Las remeras de estos dos jóvenes serenos pero decididos, ajustadas a las barrigas duras como de embarazadas, estiran sin gracia los motivos patagónicos hacia los costados de los generosos pechos. En otro ámbito y con otros atuendos, serían integrantes de un grupo de gauchos devenidos en actores extras del circo más patético del planeta pero allá, en la arena lunar de Puerto Pirámides, bajo el mortal sol de plomo blanco entre los acantilados vagamente egipcios, donde la caliza y el arbusto implotado niegan el verde esmeralda, precioso y profundo del mar casi congelado, son dos muchachos fornidos, parecidos a dos actores populares de la televisión que caminan hacia lo que fue la pileta del barco hotel, antes de que ardiera y se hundiera en el mar de roca lunática, hace ya mucho tiempo, en otra trágica época.
Los dos jóvenes graves llevan revólveres de circo criollo o de mafia vistosa junto a sus piernas poderosas, rumbo, orondos, a la desgracia. Ahora, entran en la arena fina y hervida que se les cuela entre los talones y las suelas de sus ojotas agrietadas. No hacen ningún gesto de dolor pero empiezan a caminar con cierta gracia, como de pingüinos, sin detenerse, no al mar sino hacia la fatalidad. Llegan a la pileta de portland, a medias cubierta con arena y latas. Entran lentamente, sin dejar sus revólveres en el filo de cemento ardiente. El joven rebosante parecido a Alfredo Casero se queda en el costado que enfrenta al mar, ya inmenso. El otro, radiante, parecido al muchacho fornido de "los insoportables" del programa de Marcelo Tinelli, se coloca de espaldas al mar, ya imborrable. Ambos se miran. Sudan. Mucho. Por el calor blanco, no por el miedo o por la incertidumbre. Dicen algo incomprensible o cierto.
Levantan al mismo tiempo sus revólveres de plata falsa y nácar barato. Se apuntan. Ambos reiteran tres números, como si lo hubiesen practicado en piezas clandestinas, entre el insomnio y la vigilia o en la casilla, justo antes de salir al abominable mediodía de abril, donde, ahora, gira abandonado el disco compacto de Sumo que repite azarosamente las canciones del disco "divididos por la felicidad" porque ellos, los jóvenes gratos, ya no escuchan ninguna música sino los tres números que repiten juntos: uno, dos, tres. Ambos disparan y se hieren de muerte. El joven parecido al que trabajaba en el programa de Marcelo Tinelli, cae de culo contra la arena de plomo blanco y donde decía "amo" en su estirada remera sin gracia aparece, súbita, una mancha abrupta de sangre, oscura. El otro joven, parecido a Alfredo Casero, herido en el costado izquierdo de su amplio pecho, expulsa una mancha atolondrada de sangre más clara porque la luz en pique del sol le da de lleno en el torso agonizante; gira y ve un arco de fierro oxidado en el extremo de las rocas, contra el mar que ya no es mar ni es verde ni es esmeralda y que ya no queda en ningún lugar o, precisamente, en ningún lugar está. Si tuviese unos segundos más de vida, emitiría una queja, un sonido gutural, una suerte de mueca o de risa por la imagen absurda que debe ver en el preciso instante de su muerte. Cómo puede haber un arco de fierro contra el mar? Y el otro arco dónde estará? Atrás del otro joven grueso que también cae y cae sobre la arena casi mítica de Puerto Pirámides? El muchacho fuerte y saludable parecido al otro que hacía de insoportable en el programa Videomatch de Marcelo Tinelli, habrá visto el otro arco de fierro, justo detrás por donde gira y se muere el joven parecido a Alfredo Casero? Los dos muchachos rubicundos mueren juntos y caen pesados, justos, sobre la arena que se sueña agua celeste de la pileta que nunca tuvo azulejos del barco hotel, esfumado en sus cenizas. Los dos jóvenes parecidos a actores famosos de televisión, mueren sin saber de los arcos de fierro que, en realidad, no son dos sino uno solo y contra el mar, como si se pudiese hacer un gol de chanfle y colgar la pelota contra un ángulo oceánico.

6

El ángulo de luz se proyecta y forma un arco brillante en el fondo de la vereda, tan deslumbrante como si hubiese un arco contra un mar verde esmeralda en medio de un día aciago. Se recorta la figura de un joven fornido que, mientras avanza, se oscurece y se mixtura con el entorno de la lluvia fina. Desde el fondo de la vereda, otro joven, grueso, avanza hacia el otro muchacho rubicundo. Uno de ellos, es muy parecido al capocómico Alfredo Casero; su increíble semejanza lo hace gracioso con su impermeable made in Taiwan pero no es chistoso porque camina y llora y aunque dos gotas de lágrimas le recorran su cara no lo hacen más parecido al joven y comediante actor sino más extraño y confuso. El otro muchacho morrudo, muy parecido al actor que actuaba como insoportable en el programa de entretenimientos conducido por el empresario y productor Marcelo Tinelli, Diego, Diego Pérez se llama, silba, silba como lo haría Diego Pérez pues es casi igual a él, y distraído, silba. Ambos jóvenes parecidos a dos jóvenes comediantes de los medios de comunicación, ajenos a toda similitud o referencia, se encuentran frente a la entrada del diario Jornada. El cono del foco ilumina al joven fornido parecido a Casero. El otro joven parecido a Diego Pérez permanece en la sombra. Sin saludarse, dialogan:
Ya está?
Ya está.
El rostro del muchacho pleno, parecido a Alfredo Casero se ilumina y la lluvia fina que subraya la pesada lágrima, se enciende a su alrededor. Le ofrece su brazo al muchacho parecido al insoportable de Videomatch. Este, como Diego Pérez, mientras silba una canción de Sumo (La rubia tarada), acepta el convite y se van, tomados del brazo, hacia el arco de luz, con el mismo ánimo de quienes hacen un gol de emboquillada, con el tiempo reglamentario cumplido, luego de un agónico empate, hasta liberar la euforia del triunfo irreversible. Caminan, quizás, mejor, como si se hubiesen sacado un gran peso de encima. A veces se miran y sonríen. Dialogan de nuevo.
Ya alquilé a un paisano del hotel un motor home clase A turista internacional; qué te parece? Una ganga...
Ganga, curiosa palabra, no?
Curioso. Vamos hacia un arco de luz.
Es una ilusión. Una suerte de espejismo porque no te olvides que aquí, el desierto domina casi todo.
Te dijo algo respecto al barco?
Nada. Ni se acordó.
Ya está. Entonces, ya está.
Pasan enfrente de un cartel que dice: "Merca Trelew"; es una carnicer�a. Dialogan entre risas.
Sabrán qué quiere decir "merca"?
Serán muy irónicos o muy ingenuos. No hay término medio.
Caminan los dos jóvenes fornidos, parecidos a astros de la televisión argentina o a dos actores que interpretan un viejo drama que se repite y se repite distinto, tomados del brazo, tranquilos, como quienes han dejado atrás un agobio de larga data. Son dos muchachos gruesos semi-eruditos, semiduritos, maduritos, también; gustan de la buena plática, del gesto galante, de la frase justa, de la imagen ocurrente, del retruécano oportuno. Son de la clase de gente inusual, demodé, anacrónica, fuera de foco, de viejo fuste y talante, con temple sin tempo actual aunque se parezcan irremisible e invariablemente a dos jóvenes actores populares de la televisión. Caminan firmes pero atentos a pequeños detalles. Notan las texturas de una piedra cuadrangular brillante, denominada "veneciana", muy utilizada en la ciudad desértica donde inmigrantes italianos la convirtieron en su preferida a la hora de adornar los frentes de las casas largas como barcos cargueros y de los negocios de ferretería o de telas, semejantes a bodegas y a depósitos de puertos lejanos; notan el contraste entre la medianera de la ferretería donde la piedra veneciana en blanco y en negro cubre una columna y en la otra pared, las incrustaciones de "toscas" (canto rodado).
El gusto de la gente de por aquí, va de superficies brillantes a toscas irregulares...
Privilegian, creo, el tacto y la vista, sobre el gusto y el olfato; en la ciudad está bien porque, a primera vista, el gusto amargo del calafate o de la liebre, el salitre y el salmón, más el olfato privado frente a los vientos gigantescos y azarosos, son sólo gratos a los animales de la meseta quienes descifrarán, con leves hociqueos a diestra y a siniestra, un vago incendio de mata implotada y de yuyo duro, una manada de guanacos que corre contra el viento fenomenal del oeste, el comienzo de una nueva primavera.
Sos un poeta. Te equivocaste de profesión.
Matar no es una profesión. Es una condena. Mi padre debe haber sido el rufián melancólico de Arlt y mi madre, sí, una poeta muy libertina.
No tenemos la culpa de haber ido a la universidad y de haber conseguido este trabajo ingrato y pérfido.
Llegan tomados del brazo al hotel touring. Entran sonrientes y se dirigen a la barra, jalonada por cientos de botellas y recipientes. Es una colección de botellas de diversas épocas; algunas deben esconder aún, el nombre de su antiguo dueño, algún puntual parroquiano ya fenecido. Parados frente al extenso mostrador de madera, toman un vaso pequeño de grapa antes de subir a la habitación. En las mesas hay gente de toda laya. Están los dueños del pueblo, hijos de aquellos inmigrantes que hicieron mucho dinero con eficaz negligencia. Toman su vermú y hablan de las noticias del día. Ahora, estos hijos del poder y del dinero, corren grandes distancias, los 42 kilómetros del maratón; son atletas sin metas. Y están los revolucionarios que revolucionan solo la taza de café cuando con la cucharita lo endulzan y piden formales: "dos saquitos de azúcar, por favor".
Los dos muchachos envolventes y graves no miran ni a los grandes revolucionarios de pocillo ni a los hijos lánguidos del poder, ni a los viejos dolidos que miran hacia ángulos huidizos. Los conspiradores del mundo muerto sí ven a los muchachos fornidos pero los creen viajantes y los hijos del pueblo, viajeros perturbados o nada más.
Los dos jóvenes muy parecidos a los famosos actores Casero y Pérez, suben con parsimonia y alegre cansancio, por la escalera ancha y vieja de mármol, hacia el primer piso. Pero, apenas llegan al descanso, lejos de la vista de cualquier mozo de la confitería o de algún empleado del hotel, consiguen una agilidad sorprendente para el peso de ambos y salen como resortes o pistones o martillos neumáticos por el pasillo, hasta la puerta de la habitación 103. El joven grueso parecido a Alfredo Casero se agacha y con una mínima ganzúa abre la puerta, además, sin traba. Entran al ambiente cálido y húmedo con la misma fuerza que se utiliza para salir a buscar trabajo o para escapar de un trabajo. No están tirados en la cama ni el joven flaco y esmirriado parecido a Diego Capussotto ni el otro joven, más esbelto aunque ya excedido de peso, casi Fabio Alberti. No están ni en slipes que imitan a los de la marca Calvin Klein, con los culos hacia el cielorraso como si fueran los sobrinos de bambi, ni con las piernas abiertas descansando sus bultos del hartazgo varonil, ni nada que se le parezca. Ni están duchándose ambos o uno mientras el otro defeca u orina o se cepilla los dientes o se droga con rayas de mala cocaína. Un famoso escritor joven de best seller, muy parecido a Federico Andahazi, está frente al espejo, vestido con un corpiño calado rojo, portaligas negras y una bombacha roja chillona con un tajo hacia el ángulo inferior que deja escapar no los labios de una sabrosa vagina con su clítoris hirsuto sino, dos bolas, pelotas o testículos peludos que se entrechocan y se deforman. El joven parecido al famoso escritor de Best seller Federico Andahazi tiene pintados los labios con un rojo furioso que excede a sus labios y mancha las puntas de sus bigotes. Su pelo está suelto y le cae contra uno de sus hombros desnudos mientras mira fijo, con una mirada de gitana endiablada sorprendida por un ángel violador, hacia la puerta abierta por donde ingresaron súbitos y reales los dos jóvenes anchos, tan anchos que cubren toda la puerta por la que no pudieron pasar ambos al mismo tiempo sino uno detrás de otro, como si salieran de un dormitorio lleno de querosene ardido o como si entraran a robar en un supermercado. Quedan los tres jóvenes, por un instante, en suspenso, tildados. Atónitos. Los dos revólveres de plata falsa en manos de los jóvenes parecidos a galanes generosos en carnes de la televisión, apuntan hacia el cielorraso y el joven con corpiño calado muy parecido al escritor Federico Andahazi no levanta sus brazos como ocurre cuando ocurre un asalto o un atropello sino que se cubre pudorosamente sus falsos pechos de mujer con un brazo y con el otro, sus genitales que, con todo, asoman entre el tajo rojo de la prenda erótica. Habla primero el joven parecido a Alfredo Casero.
Vos no sos el famoso escritor de best sellers, el que escribió sobre el viaje de las yemas de los dedos sobre el mar de Venus?
No. Dicen que soy muy parecido a un tal Federico Andalazi, Andaluzi o algo así pero yo no tengo nada que ver. Me gusta vestirme de mujer nada más.
Disculpános, dice ahora el joven parecido a Diego Pérez. Nos confundimos de habitación.
Está bien, no es nada. Quieren tomar algo?
No gracias, te agradecemos y volvemos a disculparnos.
No es ese libro sobre la mesa de luz uno de Federico Andahazi, su último best seller, "civilización"?
Sí.
Entonces conocés bien al escritor Andahazi, dijo el joven parecido a Diego Pérez y sin darse cuenta le apunta con su revólver hacia la barriga del joven travestido.
No lo conozco, les dije, me lo regaló un amigo porque lo encontró, al joven apuesto y parecido a un gitano maldito de la solapa del libro, muy parecido a mí pero ni lo leí ni creo que lo lea.
Entonces quiero que me lo regales y me lo dediques, dijo el joven casi idéntico a Diego Pérez.
Pero si yo no soy el escritor ese!
Dedicámelo igual. No importa. Es como si lo fueras. Agarrálo, ponéle, tomá la lapicera, "con cariño y respeto intelectual, para Diego Pérez, Trelew, patagonia". Firmálo, que se note bien el nombre Federico y el apellido Anda como el verbo andar y después una h y después azi con zeta como la palabra así pero con z, sí? Bueno, ahora besálo con rouge abajo. Vamos, así, así. así. Muy bien. No te molestamos más. Muchas gracias por el libro y perdón por la intromisión, una desgracia con suerte para mí.
Salen los dos jóvenes sin enfundar sus revólveres de plata con cachas de nácar y cuando cierran la puerta se dan cuenta que el número de bronce bruñido sobre la madera, está roto; precisamente el número 3 que semeja, visto en forma rápida e imprecisa, un 5. El joven parecido a Alfredo Casero le indica con su mano izquierda la muesca del número 3 y le señala la otra puerta, la de la habitación 105, la de al lado. Ambos se agazapan nuevamente. El joven forzudo parecido al rozagante actor en ascenso Diego Pérez, luce gracioso con su revólver de plata simulada en su mano derecha, como si fuera un gángster experimentado y con el ejemplar de "civilización" del afamado escritor Federico Andahazi en su mano izquierda, como si fuera un joven parecido a un actor popular de la televisión que estuviera jugando en los pasillos de un solitario hotel en medio del desierto patagónico, en busca de diversión, de sensaciones fuertes o de la propia muerte. Irrumpen con igual fuerza a la demostrada en la fallida puerta 103. Entran uno detrás de otro, como si fueran dos delegados pesados a punto de entrar en una asamblea general del gremio, y ahora sí encuentran a los dos jóvenes parecidos a las dos nuevas estrellas del humor televisivo, Diego Capusotto y Fabio Alberti, acostados, con sus slipes Kalvin Clein, falsos no sólo en la firma sino en los elásticos anchos y chillones y en los huecos de las piernas, mal formados, que les produce un efecto de bombachón o de pañal grotesco sobre sus cuerpos blanquecinos y algo escuálidos. Lucen, en conjunto, chistosos pero la súbita entrada de estos dos jóvenes parecidos a actores jóvenes de la televisión, los crispa de tal forma que se les nota los ligamentos y tendones de las piernas y cuellos en el límite de sus tensiones y de sus dilataciones, como terneros desjarretados. Inmediatamente, Alfredo Casero y Diego Pérez o, los dos jóvenes semejantes a ellos, los encañonan con sus revólveres calibre 38, a la altura de la sien, y, mientras les gritan, "no se muevan", "quietitos quietitos", las miras de los fatales revólveres rabiosos, casi epilépticos, oscilan hacia el cuello y los pechos,. Pero la tensión se disuelve casi como el café negro terroso con el agua hervida y espumosa y los cuatro jóvenes, dos casi sobre los otros dos, se empiezan a reír y se relajan.
Los sorprendimos.
Nos sorprendieron. Uno a uno.
Estuvieron bien.
No les contamos los que nos pasó recién porque es muy chistoso, como un esquetch del programa bizarro ese, "todo por dos pesos".
No nos cuenten entonces.
Fabio y Diego (Marcelo y Mario en el programa "todo por dos pesos" que se emite todos los lunes a las 23 horas por el canal estatal 7) o los dos jóvenes casi iguales a ellos, se sientan en la cama y se ríen mientras los otros dos jóvenes, los casi iguales a Alfredo Casero y a Diego Pérez empiezan a desvestirse hasta quedar en calzoncillos marca Clein, comprados cinco por cinco pesos en los puestos callejeros, en las inmediaciones de la estación Retiro. Los cuatro jóvenes casi idénticos, a los cuatro jóvenes actores de televisión (cuya única diferencia sería la falta de horizontes de los sosías y el gran futuro de los cuatro reales u originales) quedan en slipes baratos, y conversan sobre la cama de dos plazas.
Ya está, dice uno de los parecidos a los nuevos famosos de la televisión.
Ya está, dice uno de los parecidos a los nuevos famosos de la televisión.
Ahora es la situación de ustedes, le dice Alfredo Casero a Diego Capusotto y a Fabio Alberti.
Diego Pérez cuenta una idea, magnífica, para la próxima moda del verano.
La nueva onda de la moda top será rapar cabezas, al estilo de Luca Prodan de Sumo que se rasuraba, recordarán, por el asco que da...
"Tu sociedad", cantan a coro los cuatro.
Rasuramos las cabezas rebeldes de los nuevos jóvenes ávidos de experiencias fuertes y luego, los tatuamos. Les tatuamos la pelada, entienden?
El joven parecido a Capusotto, y por este mínimo e ínfimo detalle quedaría totalmente comprobado que no es en realidad ni Diego Capusotto ni el personaje de Mario en "todo por dos pesos", no contesta en rima guaranga, sino con un lacónico, "quizás, quizás".
Trataremos de hacer algo parecido a lo que ustedes hicieron pero de una forma accidental o casi espontánea como ocurre cuando dos personas se parecen mucho, hasta casi confundirse, lo que les pasa a los falsos gemelos, vieron? Capusotto o el muchacho que se le parece mucho, tanto que ya es el propio Diego Capusotto, contesta no con el tono en falsete con que habla cuando se hace el gracioso sino que habla como cuando no interpreta a ningún personaje, como cuando tiene que comprar un kilo de bifes de chorizo o cuando tiene que hacer algún trámite en el banco.
El joven que se parece demasiado a Fabio Alberti toma una guitarra criolla del rincón de la habitación y empieza a afinarla. Su cara se vuelve casi igual a la que pone cuando interpreta a la "boluda total" del esqueche de su programa muy creativo en cuanto a las jergas y palabras nuevas del español actual del Río de la Plata. Canta "la balsa" y, como no puede con su genio de parodia (y este ínfimo y mínimo detalle hace dudar si, en realidad no se trata del propio Fabio Alberti que, además, está representando su rol de Coti Nosiglia, el personaje de "boluda total"), en la segunda estrofa, obviamente, le cambia la letra, y dice:
Tejeré una tanga y me iré a yirar
(en vez de: construiré una balsa y me iré a naufragar)
Con mi tanga yo me iré a empomar, a empomar (bis)
Los cuatro jóvenes se ríen como adolescentes pícaros y nuevos ante el mundo pleno de peligros, miserias y fatalidades aún no desencadenadas.
Hacia la madrugada, Alfredo Casero, Diego Pérez, Fabio Alberti y Diego Capusotto, dejan las llaves de las habitaciones 105 y 104 en la recepción. La abuela los atiende y los despide con amabilidad. Ellos también responden amables y con cierto cariño incomprensible para alguien que no sepa los acontecimientos posteriores; quizás, quizás en los límites aparezca lo humano, lo humano. Las dos parejas de varones jóvenes, de mediana edad, entre 35 y 40 años, muy parecidos a personajes de la televisión y del teatro andergraund argentinos, se separan: Casero y Pérez, se van para la terminal de ómnibus, rumbo a Puerto Pirámides; Capusotto y Alberti (o Mario y Marcelo en sus personajes desopilantes de "Todo por dos pesos") rumbean para la parada de taxis de la calle 25 de mayo porque vuelven, en avión, a Capital Federal. Antes de enfilar hacia lados opuestos y decisivos, en la vereda parda por las penumbras de los dedos de Eos, se abrazan, se palmean, se desean suerte y se vuelven a abrazar y a palmear. Saben que se volverán a ver nunca jamás. Saben que es un instante último, definitivo y, a la vez, común. A la abuela del hotel le llama la atención no la despedida pues ella vio demasiadas sino la insistencia de volver a abrazarse y a palmearse, una y otra vez. Si no fuera por la parda madrugada, por la gravedad de los adioses, parecería algo gracioso, como un sutil esquetch de televisión, propio del nuevo humor de los actores más jóvenes y desenfadados de Argentina, país fatigado por sucesivas y superpuestas locuras autoritarias. La abuela sonríe porque la situación le parece rara. Y presume la desgracia. Y piensa que se persigna. Los cuatro jóvenes se despiden y se van, dos para cada lado y la vereda, en el fragmento de los ventanales del hotel touring, queda vacía, un poco más brillante.
Luego de quince minutos interrumpe el tenue brillo de la ausencia sobre la vereda, una rubia muy llamativa que entra, tranquila, al hotel. La abuela todavía tiene la sensación de la cruz hecha por su bracito cansado y su beso a la yema de su dedo pulgar, suave por 85 años. La rubia, muy parecida a la rubia tarada, tatuaje sonoro en la canción de Sumo donde el pelado Luca Prodan, con su español tan particular, le cantaba a la sinrazón criolla de la metrópolis vana, le pregunta a la abuela con una fluidez, sin embargo, totalmente contraria a la imagen medio burda de la rubia tarada impuesta por el grupo de rock nacional, liderado por un italiano rebelde. La abuela que no sabe ni de Sumo ni de la canción "la rubia tarada", le parece, con todo, una mujer mundana, una suerte de actriz europea, italiana, medio aristocrítica, que sabe muy bien el español, una mujer casi argentina, exclusiva, del barrio norte de Capital Federal.
Buenos días señora; quisiera preguntarle, si no es mucha molestia, si se encuentran hospedados los señores de esta foto.
La abuela se coloca los anteojos y sin preguntarle el motivo de su requerimiento, mira la foto: allí están los dos, sonrientes, con chombas ajustadas a sus cuerpos fatigados de vinos, cervezas y comidas suculentas; parecen artistas de vanguardia, o marginales, a punto de alcanzar cierta notoriedad o éxito en la televisión o en el cine, o en la política.
Estos dos muchachos, señorita, acaban de irse junto con otros dos chicos más flacos que ellos. Hace como quince minutos. Usted es pariente de ellos? O trabaja con ellos? La rubia para nada tarada, hace silencio y la mira sin expresión en su hermoso rostro de mediterránea inmigrante en las pampas desde hace más de 100 años.
Se olvidaron una guitarra, un libro y papeles.
En realidad, contesta la rubia, vine a buscarlos porque son mis hermanos. Ellos son artistas de la televisión, no sé si le contaron. También soy su mánasheer.
Estos dos chicos trabajan en la televisión? No los ubico. A los que sí los ubico de la televisión es a uno de los otros dos, uno que habla medio raro y dice cosas que no entiendo pero les gusta mucho a mis nietos.
Firme acá señorita porque no me voy a hacer cargo de los reclamos, contestó la abuela española, vieja inmigrante de la patagonia, pionera en la urbanización del pueblo de Luis (Trelew, en galés), un tanto irritada, sin razón aparente. La rubia hizo un garabato donde, sin embargo, se deja leer un nombre y un apellido: Cecilia Dopazo.
Toma la guitarra, los papeles, saluda a la abuela con elegancia y cierta frialdad. La abuela también la saluda y se sienta a leer el diario. En el bar, vuelven a entrar los revolucionarios de pocillo y miran a la rubia como si fuese la hija de un acaudalado ganadero de la zona bonaerense, altiva y atiborrada de buen whisky y de buena leche masculina lavada sobre su estilado cuerpo. Lo que no entienden, mientras el líder de los revolucionarios, un flaco quebrado de barba larga y gris, le mira el redondo y duro culo a la rubia, es por qué una hija de ganaderos embaucadores y olorosos a bosta y a sangre inocente, lleva una guitarra criolla sin funda.
La rubia, muy parecida a la joven actriz de televisión y de cine, Cecilia Dopazo, quien logró popularidad con el film "Tango feroz" y "caballos salvajes", tira la guitarra en el asiento trasero de su jeep, sin reparar en que se estropee o se golpeen las clavijas. Se sienta frente al volante y hojea los papeles. Se fija en uno. Es un poema seguramente escrito por alguno de los dos asesinos a sueldo, parecidos a jóvenes capocómicos de la televisión argentina que, por extrañas vicisitudes de la vida, no fueron intelectuales amortiguados entre bibliotecas tenues. Es un poema sin título:

el viento divide al pueblo
todo se inclina hacia algún final
sin que nada termine
o empiece salvo un mismo nuevo drama
al filo de este desierto o relato
en una esquina aparece una mujer
harta
es Antígona y busca a Polinices
en otra esquina, una casa en ruinas
cuida entre los yuyos fronteras
un rosal donde florecen
rosas indiferentes, huachas, iguales,
gauchas, otras.


Yo le pondría "rosa antígona", piensa la rubia, o Antígona gaucha o huacha. U: otra antígona. La rubia no sólo no era tarada sino versada en las cuestiones literarias rioplatenses; la rosa y Antígona se unían quizás por la versión de Leopoldo Marechal, Antígona Vélez y la tragedia de Sófocles. Y "otra antígona" recuerda al libro de Steiner "Antígonas", quizás, aunque no narre la versión criolla de Marechal. También piensa con la rapidez de un rayo que los dos asesinos a sueldo o los dos policías secretos o los dos mafiosos de una multinacional o los dos jóvenes parecidos a los actores cómicos de la televisión, aburridos y sin mucho para hacer, uno, distante, compuso un poema tan pensado como el leído. Adivina que estarán en Puerto Madryn o Pirámides, tal vez. Piensa que no es exclusiva ni tiene un destino; quiere un futuro diferente para ella. O no adivina demasiado porque cuando habló con el no tan distinto a Diego Pérez recordó que días atrás, en ese encuentro tan acuático y neblinoso que tuvieron ella y los dos mafiosos o dos capocómicos, se mencionó a una pileta de arena abandonada al filo del mar, junto a las estructuras desvencijadas de lo que fue y ya no es un barco hotel ni será su ruina tampoco porque allí, allí ya no queda ni su imagen recordada. Adivina demasiado (pero esta vez no adivinó), la rubia parecida a la joven actriz de cine popular; ese es su problema, entre otros más cruciales. Toma el libro "civilización" de Federico Andahazi y lo abre. Lee la dedicatoria y sonríe sorprendida porque no entiende los labios impresos con rouge violeta en la hoja; lo guarda en la guantera, enciende el poderoso motor de la camioneta cuatro por cuatro y arranca rumbo a Puerto Pirámides. Y no se equivoca. Un anillo de gente morbosa contempla impávida la escena. Dos jóvenes gordos ensangrentados, muertos, en la arena de la pileta seca, donde alguna vez hubo un deslumbrante barco hotel. Va hasta el borde de portland de la pileta. El sol arrasa con los contrastes. Todo es plano y pesado. Ella comprende que es como si fuese una Antígona, otra, una vez más. Una Antígona de los desiertos del sur, sin flores. Los dos muchachos rotundos, parecen aquellos hermanos muertos frente a la puerta de Tebas. Ella se comporta como Antígona y se queda hasta que los cuerpos son retirados en camillas, envueltos con frazadas baratas y desteñidas, con marcas de quemaduras de plancha y de cigarrillos. Ni se molesta en rastrear la casilla donde los falsos hermanos planearon la última jugada de sus muertes. Se vuelve. Sabe que debe regresar a Capital Federal cuanto antes porque lo que había acabado de presenciar era el último de los actos del desdén o de la perfidia. Ahora sabe que no es exclusiva, que no posee un destino, que puede soñar un futuro diferente y nuevo. Los dos matones, gordos y semejantes a estrellas rutilantes de la televisión, habían planificado hasta el último intersticio de sus farsas y ella, sin dudas ya, era una de sus piezas. Allí parada, como una Antígona de las mesetas, debía guardar por los cadáveres de sus dos no hermanos e hipócritas que habían leído y muy bien toda la literatura previa a esta escena. Sabáa que en ese mismo instante, otros dos hermanos dolosos, hipócritas, guerreros de la tragedia imposible, estarían encaminándose hacia el final de otro destino que, sin embargo, presumía que sería casi el mismo, o muy parecido al que estaba experimentando como un mal sueño, como un deja vu precario o artificioso. Creyó estar inmersa en un sueño de sueños pero la sirena del camión policial era muy real o el guiño de aquella situación fantasmagórica.
Vuelve al borde de la pileta de portland. Ya no quedó nadie. Las cintas de precaución, blancas y rojas, flamean y pronto serán serpientes fantásticas entre los acantilados. Se sienta y mira la arena manchada de sangre oscura, derramada, absorbida, por los cuerpos tersos de sus dos casi hermanos.

Marcelo Eckhardt nace en Salta en 1965; desde 1972, vive en Patagonia. Es licenciado en Letras y docente en la UNPSJB. Tiene publicados No me acuerdo (poesía), Loly Vampirer, El desertor, Látex, Trelew, Radio la lengua,radio el beso, Ya fue y Nítida esa euforia (narrativa)y La nueva rabia en 2008. Estos textos pertenecen al inédito Antígona Gaucha. Es coordinador del Proyecto Cultura Tela de Rayón.

1 comentario:

La Moro dijo...

No había tenido la oportunidad de leer a Eckhardt, pese a que quizás sea uno de los escritores más reconocidos por sus pares en esta región.
En una primera lectura, la abundancia de reiteraciones parece innecesaria y onerosa; la demora en el relato incluso provoca irritación. Sin embargo, al avanzar es fácilmente perceptible el uso de este recurso como una sutil manera de acercar progresivamente al lector a una novedosa (casi irreverente) presentación de las acciones, los personajes y los espacios. Interesante juego narrativo de creación de personajes que más que sujetos parecen espectros debatiendo su construcción entre los múltiples vértices del imaginario popular (la literatura, el cine, la televisión); de espacios con falsa referencialidad directa (¿Puerto Pirámides, Tebas, el desierto pampeano y dieciochesco de Marechal? Todos y ninguno al mismo tiempo); de acciones que parecen enunciarse de manera idéntica pero que adquieren distinta dimensión cada vez que varía el punto de vista (no es el mismo arco herrumbrado el que mira cada uno de los hermanos, ni el que mira la hermana-Antígona-Cecilia, ni el que mira el lector la primera vez, ni la segunda, ni la tercera). Cada uno de estos elementos se “renueva” a medida que se avanza porque lectores y personajes cuentan con datos nuevos, o con otras motivaciones, incluso con distintas sensaciones.
Acceder a estos fragmentos deja el hambre de la lectura completa. Eckhardt es, sin dudas, uno de esos (pocos) autores que no pueden abarcarse con una lectura única.